Muchas veces hemos oído decir que el dinero no da la felicidad. He tenido la oportunidad de leer un libro muy recomendable de Sonja Lyubomirsky titulado «La ciencia de la felicidad» que habla del tema sobre una base científica, y me ha sorprendido encontrar que en él se afirma que no es cierto: el dinero sí da la felicidad, pero en una cantidad muy inferior a la que creemos, y también durante menos tiempo de lo que podríamos suponer.
De hecho, según los estudios de esta autora, lo que determina la felicidad es, sobre todo, nuestra genética (en un 50%). Esto sería similar a, por ejemplo, la propensión en algunos, también determinada por los genes, a no engordar aunque coman de todo, o, a la inversa, la dificultad que tienen otras personas para no ganar peso si no hacen un gran esfuerzo para evitarlo.
Este primer factor va seguido de un 40% de nuestra felicidad que depende de la propia actitud o comportamiento. Es decir, en función de lo que decidimos hacer o pensar en nuestra vida cotidiana, seremos más o menos felices. Esto refuerza la afirmación que ya ha aparecido en algunas entradas de este blog: tenemos más poder de lo que pensamos, y en conseguir la felicidad también es así.
Finalmente, el 10% que queda (insisto: sólo una décima parte de nuestra felicidad) queda explicada por las circunstancias de la vida de cada uno de nosotros: que tengamos más o menos dinero, que nuestra salud sea fuerte o débil, o, por ejemplo, que seamos o no atractivos físicamente.
Por lo tanto, el dinero sí da la felicidad, pero, según se ha estudiado científicamente, su impacto es relativamente pequeño en el conjunto.
Otro aspecto que me ha llamado la atención del libro es que las circunstancias externas (positivas o negativas) que afectan a este 10% de felicidad que mencionábamos antes pueden tener un impacto inicial muy fuerte que se va diluyendo a lo largo del tiempo de manera incluso acelerada. Creo que ninguno de nosotros puede dudar de que las personas que el día 22 de diciembre son agraciadas con el gordo de Navidad disfrutan de un incremento espectacular de felicidad, pero resulta que acaban acostumbrándose a su nuevo poder adquisitivo y vuelven al propio nivel de felicidad de referencia, es decir, al que sobre todo está influenciado por la genética y la actitud personal. La buena noticia es que esto también es aplicable a los acontecimientos negativos, tales como enfermedades o accidentes: tendrán un impacto reducido en el tiempo siempre que la actitud que adoptemos (que afecta en un 40%) ayude a que sea así.
A todas estas observaciones derivadas de los estudios de Sonja Lyubomirsky me gustaría añadir alguna propia. Es cierto que el dinero sí da la felicidad, pero de manera más moderada que no pensamos. Ahora bien, dentro del apartado dinero y de lo que de él hacemos hay un amplio abanico posibilidades.
Por ejemplo, una compra impulsiva (de ropa, pongamos por caso) puede darnos un extra de felicidad inmediato, pero todos sabemos por experiencia que es un efecto de poca duración. Por otra parte, tal vez vale la pena poner en cuestión hacer un gran esfuerzo económico para la compra de cualquier bien material, porque una vez lo tengamos nos acabaremos acostumbrando y empezaremos a pensar en qué otro bien podemos adquirir a continuación. Por el contrario, yo opino que tener la tranquilidad de disfrutar de unas finanzas personales bien controladas y contar con una buena planificación financiera futura sí puede contribuir a que el 10% de felicidad que deriva de las circunstancias externas reciba un buen impulso de forma sostenida .